Si alguien le hubiera preguntado, al despertar horas después, que quién era o que dónde se encontraba, no habría sabido qué contestar; por un lado, se sentía distinto, un hombre nuevo; por otro, parecía que todo a su alrededor también se había transformado. Estaba seguro de que, si Sabela no hubiera estado en la cama con él, habría creído que todo había sido un sueño, pero el caso es que ella se encontraba allí, durmiendo a su lado.
Si se acercaba un poco, podía oirla respirar. De todas formas, le tocó un hombro para certificar que era de carne y hueso. Bendita carne y bendito hueso y, sobre todo, bendita piel. En ese hombro y en ese cuello, veía él toda la grandeza de Dios. Su verdadero cielo en la tierra. Qué lejos quedaba ahora todo lo que no fuera esa pequeña cámara cerca del río; qué remotas, sus preocupaciones de las últimas semanas; qué ajeno todo, excepto Sabela.
Luis G. Jambrina, El manuscrito de piedra
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El amor nos transforma, es cierto, nos hace diferentes personas. Nos ayuda a sobrellevar las preocupaciones y los problemas cotidianos. Dentro de la cama, como si fuera un caparazón, uno se puede aislar de todo y de todos, en los brazos del ser amado se piensa que se está a salvo de todo, que nada malo nos puede suceder así.
Me parece fabuloso este fragmento de la novela. El despertar tras una noche de amor inusual, esa incertidumbre de no saber dónde estás ni qué ha pasado, pensando que quizás fue todo un sueño.
Hasta observar la evidencia, el ser amado tras esa piel, única y diferente de una persona a otra. Su tacto, su aroma... como el de los pétalos de una rosa que recién ha brotado.
Bendita carne y bendito hueso y, sobre todo, bendita piel. En ese hombro y en ese cuello, veía él toda la grandeza de Dios. Su verdadero cielo en la tierra.
Me parece fabuloso este fragmento de la novela. El despertar tras una noche de amor inusual, esa incertidumbre de no saber dónde estás ni qué ha pasado, pensando que quizás fue todo un sueño.
Hasta observar la evidencia, el ser amado tras esa piel, única y diferente de una persona a otra. Su tacto, su aroma... como el de los pétalos de una rosa que recién ha brotado.
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Bendita carne y bendito hueso y, sobre todo, bendita piel. En ese hombro y en ese cuello, veía él toda la grandeza de Dios. Su verdadero cielo en la tierra.
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Esperando a los Reyes Magos...
¡Que el fin del mundo nos encuentre bailando con los brazos amados!
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